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MURIÓ ORO, LA MÁS PURA NOBLEZA EN LAS ALTURAS DE LOS ANDES



El perro Oro conformaba una perfecta cordada con el guía Nacho Lucero, de quien fue sostén y contención en su rehabilitación tras un ACV que sufrió en Himalaya. Juntos subieron cuatro veces el Aconcagua. El noble Oro deja un imborrable recuerdo en quienes lo vieron disfrutar y trabajar en su verdadera vocación: las montañas.



La historia del perro Oro es también la historia de Nacho. No su dueño, no su guía, no su asistido. Su compañero de aventuras.

El entrañable Oro, el perro montañista que logró cuatro veces la cumbre de Aconcagua, ha muerto en este fatídico 2020.

Ignacio Nacho Lucero nació y vive en Mendoza, Argentina, al pie del Aconcagua. Es guía de montaña con mucha experiencia en cordilleras de todo el mundo.

El 3 de octubre de 2011, Ignacio cumplía su sueño de Himalaya intentando llegar a la cumbre del Manaslu (8.163 m), la octava montaña más alta del mundo.

A 7.400 metros de altitud, cuando iba en busca del último campo de altura desde donde atacar la cumbre, sintió una puntada debajo de su tetilla izquierda. Dio la vuelta y comenzó a bajar. Tres días más tarde un helicóptero en el campo base lo trasladaba a un hospital en Katmandú, la capital de Nepal.


De regreso a la Argentina, durante dos años Nacho sufrió las graves consecuencias del episodio. Había perdido todo lo aprendido. No tenía memoria, habla, lectura, tonicidad, movilidad.

Una tarde en 2013, mientras avanzaba en su lentísima rehabilitación, notó que un perro, grande, dorado, de la nada había decidido vivir en su misma casa. A los pocos días, su sobrina le preguntó por el nombre de su nuevo compañero. “Oro” le dijo Nacho, inconscientemente.

Ignacio presume que Oro escapaba de malos tratos, en momentos en que él mismo escapaba de las dolorosas secuelas de su ACV. Ambos seres en fuga, no podían convertirse sino en amigos y compañeros inseparables.





“Sólo un perro”

“De vez en cuando la gente me dice ‘relájate, es sólo un perro’. Ellos no comprenden la distancia recorrida, el tiempo invertido o los costos incurridos por ‘sólo un perro’. Algunos de mis momentos de mayor orgullo han ocurrido con ‘sólo un perro’.

Muchas horas han pasado siendo mi única compañía ‘sólo un perro’. Pero ni por un sólo instante me sentí despreciado. Algunos de mis momentos más tristes han transcurrido acompañados por ‘sólo un perro’. Y en esos días grises, el suave toque de ‘sólo un perro’ me dio el confort y la razón para superar el día.

Si tú también piensas ‘es sólo un perro’, entonces probablemente entenderás frases como ‘sólo un amigo’, ‘sólo un amanecer’ o ‘sólo una promesa’. ‘Solo un perro’ trae a mi vida la esencia misma de la amistad, la confianza y la alegría pura y desenfrenada. ‘Sólo un perro’ saca a relucir la compasión y paciencia que hacen de mí una mejor persona.

Por ‘sólo un perro’ me levantaré temprano, haré largas caminatas y miraré con ansias el futuro. Así que, para mí, y para gente como yo, no es ‘sólo un perro’, sino una encarnación de todas las esperanzas y los sueños del futuro, los recuerdos del pasado, y la absoluta alegría del momento. ‘Sólo un perro’ saca lo bueno en mí y desvía mis pensamientos lejos de mí mismo y de las preocupaciones diarias.

Espero que algún día puedan entender que no es ‘sólo un perro’, sino aquello que me da humanidad y evita que yo sea ‘sólo un humano’. Así que la próxima vez que escuches la frase ‘sólo un perro’, simplemente sonríe porque ellos ‘simplemente no comprenden”.


Nacho le enseñó a caminar junto a él, cada día, todos los días. Pronto la tarea se convirtió en un trabajo, que Oro asumía con responsabilidad, eficiencia y alegría. Enganchado a la mochila, el perro corría delante y tiraba de Ignacio con su fuerza que suplía la debilidad. Pero además era contención, física y psicológica.

Rápidamente ambos experimentaron enormes avances, uno en la rehabilitación, el otro en el aprendizaje.

Fue así como un día Ignacio pudo volver a trabajar como guía en el Parque Aconcagua, y tras mucho renegar logró que habilitaran a Oro como perro de asistencia.

Oro se aclimataba perfectamente. Al llegar a 4.000 metros necesitaba un día de descanso para ejercer su nueva profesión. Al poco tiempo había hecho ya dos cumbres en Aconcagua con Ignacio guiando a clientes.



El paso del tiempo trajo más cumbres de Aconcagua. Oro aprendió la práctica de ski junto a Nacho, abriendo huella y tirando cuando la nieve estaba dura, y detrás de su compañero, pisando sus tablas, cuando era muy profunda.

Juntos Nacho y Oro consiguieron en Chile la indumentaria para afrontar la montaña en cualquier condición: arnés, botas, crampones, lentes.

Oro le advertía a Ignacio cuando era el momento de tomar sus medicamentos. Y alertaba sobre la cercanía de tormentas, el fin de jornada, el momento de la hidratación. Se convirtió en un verdadero guía. “Él me entrenó más a mí que yo a él” admitió hace poco Nacho en una entrevista.




“… una esfinge, un samurai…”

“El llanto. Un día elegido sin viento. No hacía mucho frío para estar cerca de los 7.000 metros de altura. Antes de la cumbre me detuve, como alguien se detiene antes una puerta, para dar el paso a las visitas que invitas a entrar a tu casa. Me paré al lado del último escalón. Oro se colocó a mi lado, ceremoniosamente, como si fuese una esfinge o un samurai. Esperamos a Lucho, nuestro huésped, nuestro cliente, que se había transformado en nuestro amigo.

Comencé a tener como espasmos extraños, quería llorar, una emoción que brotaba desde el estómago mismo, algo tan visceral, tan vivo, tan humano. Trepamos las últimas piedras hasta la misma cumbre y brotaron lágrimas, un llanto desbordado sin ninguna mediación ni filtro. Lloré sin medida y sin pausa, sólo tomaba aire para poder volver a llorar. El aire y el llanto se mezclaban con la emoción más grande que entra en un pecho. Estaba allí, arriba, en la casa de los dioses, otra vez y mi llanto siguió prolongado al viento, a todos los puntos cardinales, eterno, angustiantemente feliz, derrotado, cansado, victorioso en un bolo de emociones que nadie entendía”.



La historia de Nacho y Oro ya daba la vuelta al mundo. Revistas, portales, diarios y hasta programas de TV se hicieron eco de tal confraternidad de montaña entre el hombre y el perro.

En agosto de 2019 llegó el momento para Ignacio de retornar a Himalaya a saldar cuentas pendientes. Físicamente se sentía totalmente recuperado, y ahora contaba con un gran plus: Oro.

En la escala en un aeropuerto de España, la compañía aérea rechazó a Oro. Entre lágrimas, el perro debió quedarse en casa de una amiga. Nacho enfrentó solo, ocho años después del infarto, la cumbre del Gasherbrum II (8.035 m) decimotercera máxima altura mundial, sin oxígeno suplementario. Lo logró. Estaba sanado. Una vez más estuvo absolutamente seguro que, sin Oro en su vida, nunca lo hubiera logrado.

Este verano, los restos de Oro serán sepultados en el cementerio de los andinistas, en Puente del Inca, a un puñado de kilómetros del Aconcagua.


“En el tren, en el helicóptero, en el kayak, en parapente. Perro, me levantaste de la puta mierda y me tiraste desde la cintura. Me marcaste la huella, el tiempo de las pastillas, el tiempo de hidratación, el descanso, el fin de jornada. Seis expediciones en el Aconcagua y juntos hicimos cuatro cumbres. Rescataste a un esquiador y lo tiraste en Las Leñas cuando la nieve era sopa imposible. En el cruce de Los Andes encontraste a los montañistas perdidos. Rescataste una agachona en el parque Aconcagua. Ayudaste a realizar sueños de ascenso al Plata. Tu equipo, botas, doble botas, crampones, arnés, petral, lentes ¿quién lo va a heredar? ¿Quién va a seguir tus pasos, perro? Solo puedo decirte gracias. Gracias Oro, compañero.

Oro, un perro atrasado, bastardo, un sobreviviente, mi compañero…”

(Textuales: Ignacio Lucero)


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